Entre las calles Libertad, Talcahuano, Córdoba y Lavalle se encuentra un conjunto de tres manzanas conocido como Plaza Lavalle, que acuña parte de la historia política de la Argentina. Como casi todas las plazas, su origen parte de un "hueco", esos retazos de tierra que eran utilizados para parada de carretas o bien funcionaban como terrenos baldíos.
Enrique Germán Herz-
Monumento al general Lavalle inaugurado el 18 de diciembre de 1887. Mide 26 metros de altura y fue realizado enmármol por el escultor italliano Pedro Costa. |
en “Historias de la Ciudad – Una Revista de Buenos Aires” (N° 14, Marzo de 2002), que autorizó su reproducción a la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires cuenta:
Quiso el destino que dos huecos, por cierto muy cercanos, se convirtieran con el correr del tiempo en los escenarios de uno de los levantamientos más sangrientos que registra la historia de la ciudad de Buenos Aires: la Revolución de 1890.
Nos referimos al hueco de Zamudio, posteriormente Plaza del Parque y después Plaza Lavalle, donde se concentraron, en el antiguo Parque de Artillería, los efectivos insurrectos y al hueco de doña Engracia o Gracia, que aparece en el plano que publicara el ingeniero Felipe Bertrés en el año 1822, como Plaza de la Libertad y que luego se denominaría plaza Libertad.
Recordemos que los huecos eran "fracciones que, con el pasar de los años se habían quedado sin dueño, y sea por ocupación indebida de los solares o por la presencia de zanjones y pantanos que hacían imposible su venta, pues en esas condiciones carecían prácticamente de todo valor. Los antiguos propietarios los fueron abandonando o lo hicieron sus sucesores para no seguir pagando los impuestos que los gravaban. Buenos Aires ganó así más de una plaza para su patrimonio de espacios verdes". (1)
Como queda dicho, el hueco que precedió a la Plaza Libertad era conocido desde antes de 1780 con el nombre de doña Engracia, "porque, conforme con la tradición que lo ha venido repitiendo, tal era el nombre de la mujer, acaso de color, que allí habitaba con el recurso alertador y defensivo de algunos perros". (2)
En un interesante trabajo, (3) Maxine Hanon supone que dicha mujer fuera "posiblemente una mendiga parda que hacia 1771 apostó su rancho en un rincón de aquel hueco que no era de nadie. Carlos Ibarguren ("La casa de Ibarguren en la calle Charcas", Buenos Aires, 1967, pág. 12) conjetura que "allí, entre una maraña de yuyos y tunales, cierta negra conocida por doña Engracia, levantó un rancho miserable: acaso un boliche que hiciera a las veces de sórdida mancebía..." Lo cierto es que para 1809, de doña Engracia ya no quedaba memoria, salvo su legendario nombre".
Pero como suele ocurrir frecuentemente en esos casos, alguien aparece más tarde intentando reivindicar para sí la propiedad del lugar. Y fue así, como lo consigna Luis Cánepa en su libro "El Buenos Aires de antaño", que "una sobrina de Monteagudo, casi centenaria, afirmaba que hacía muchos años se habían perdido unos papeles que certificaban el derecho de su familia a la propiedad de las tierras en que se halla esta plaza".
Plaza Libertad, bastión gubernamental durante la Revolución del Noventa
Quiso el destino que dos huecos, por cierto muy cercanos, se convirtieran con el correr del tiempo en los escenarios de uno de los levantamientos más sangrientos que registra la historia de la ciudad de Buenos Aires: la Revolución de 1890.
Nos referimos al hueco de Zamudio, posteriormente Plaza del Parque y después Plaza Lavalle, donde se concentraron, en el antiguo Parque de Artillería, los efectivos insurrectos y al hueco de doña Engracia o Gracia, que aparece en el plano que publicara el ingeniero Felipe Bertrés en el año 1822, como Plaza de la Libertad y que luego se denominaría plaza Libertad.
Recordemos que los huecos eran "fracciones que, con el pasar de los años se habían quedado sin dueño, y sea por ocupación indebida de los solares o por la presencia de zanjones y pantanos que hacían imposible su venta, pues en esas condiciones carecían prácticamente de todo valor. Los antiguos propietarios los fueron abandonando o lo hicieron sus sucesores para no seguir pagando los impuestos que los gravaban. Buenos Aires ganó así más de una plaza para su patrimonio de espacios verdes". (1)
Como queda dicho, el hueco que precedió a la Plaza Libertad era conocido desde antes de 1780 con el nombre de doña Engracia, "porque, conforme con la tradición que lo ha venido repitiendo, tal era el nombre de la mujer, acaso de color, que allí habitaba con el recurso alertador y defensivo de algunos perros". (2)
En un interesante trabajo, (3) Maxine Hanon supone que dicha mujer fuera "posiblemente una mendiga parda que hacia 1771 apostó su rancho en un rincón de aquel hueco que no era de nadie. Carlos Ibarguren ("La casa de Ibarguren en la calle Charcas", Buenos Aires, 1967, pág. 12) conjetura que "allí, entre una maraña de yuyos y tunales, cierta negra conocida por doña Engracia, levantó un rancho miserable: acaso un boliche que hiciera a las veces de sórdida mancebía..." Lo cierto es que para 1809, de doña Engracia ya no quedaba memoria, salvo su legendario nombre".
De allí en más, el solar delimitado por las calles Cerrito, Paraguay, Libertad y Marcelo T. de Alvear (antes Charcas), le cedería a la nueva plaza "su enmarañamiento silvestre, exornado con las flores de la cicuta y las tupidas ramas del ombú". (4)
Pero como suele ocurrir frecuentemente en esos casos, alguien aparece más tarde intentando reivindicar para sí la propiedad del lugar. Y fue así, como lo consigna Luis Cánepa en su libro "El Buenos Aires de antaño", que "una sobrina de Monteagudo, casi centenaria, afirmaba que hacía muchos años se habían perdido unos papeles que certificaban el derecho de su familia a la propiedad de las tierras en que se halla esta plaza".
Un arroyo bajo las baldosas
El arroyo Matorras, hoy bajo tierra, el Tercero del Medio, iniciaba su curso cerca de las actuales avenidas Independencia y Entre Ríos. Bajaba hacia el este y formaba una laguna en lo que fue el Hueco de Isidro Lorea , aproximadamente lo que hoy es el cruce de la avenida Rivadavia con la calle Paraná. El arroyo se abría camino hasta alcanzar la actual calle Talcahuano y volcar sus aguas en la “laguna de Zamudio”, actual Plaza Lavalle. Iba desapareciendo por Viamonte, Suipacha, Córdoba, Maipú y Paraguay hasta cruzar Florida, alcanzar el pasaje Tres Sargentos y desembocar en el Río de la Plata.
Hace mucho tiempo, y siguiendo con las curiosidades, encontré en la "Gaceta Ministerial del Gobierno de Buenos Aires" del viernes 3 de julio de 1812, este un poco desconcertante, pero a la vez interesantísimo aviso:
"En la plaza de Doña Gracia se vende una quinta de quadra en quadra, juntamente una casa con una sala aposento y corredor de azotea. Además en la misma plaza una barraca hermosa mirando al oeste. El que quiera comprar estas posesiones se verá con su dueño que es D. Pascual Diana que vive en dicha plaza".
Suponemos que se trataba en realidad de propiedades situadas alrededor de la plaza. ¿O su superficie era entonces más amplia?
"En la plaza de Doña Gracia se vende una quinta de quadra en quadra, juntamente una casa con una sala aposento y corredor de azotea. Además en la misma plaza una barraca hermosa mirando al oeste. El que quiera comprar estas posesiones se verá con su dueño que es D. Pascual Diana que vive en dicha plaza".
Suponemos que se trataba en realidad de propiedades situadas alrededor de la plaza. ¿O su superficie era entonces más amplia?
Lo que sí sabemos es que en sus primeras décadas de vida, el aspecto y el desenvolvimiento de ese paseo público no fue demasiado floreciente. Y particularmente cuando las primeras sombras de la noche empezaban a cubrir su ámbito, era preferible no aventurarse en el mismo. El testimonio que nos brinda "La Prensa" en su edición del 21 de noviembre de 1870, es bastante claro en ese sentido:
"En vista de los frecuentes crímenes que se cometen en la plaza Libertad, el comisario Seguí resuelve poner un vigilante hasta las 10 de la noche en el lugar, con el fin de garantizar la vida de los transeúntes. A esa hora será relevado por un sereno".
El solar motivo del presente trabajo ocupó frecuentemente las columnas periodísticas, antes de los sucesos de fines de julio de 1890, que evocaremos después.
Así, durante el Carnaval de 1885, en una de sus noches avanzaba por la calle Paraguay, haciendo música, un grupo de amigos que a nadie molestaba con su sana alegría, cuando al llegar a la esquina de Libertad, desde un bazar emplazado allí, arrojaron sobre los pacíficos y desprevenidos músicos todo un torrente de agua, dejándolos en el estado que es dable imaginar. Ante semejante agresión, no tardaron en reaccionar los integrantes de ese improvisado grupo filarmónico que, indignados, comenzaron a arrojar piedras y cascotes sobre las existencias del negocio, causando los destrozos que son de suponer.
Agregaba la crónica sirvió de escarmiento a que no se sabía si esto los "malentretenidos" que tan caro pagaron la mojadura de los músicos, pero suponemos que así habrá sido.
Si seguimos haciendo una recorrida por las páginas de "La Nación", comprobaremos a través de lo que leemos en la edición del 30 de septiembre de 1881, que ya se encontraba en Buenos Aires la estatua del doctor Adolfo Alsina, que se había encargado en Europa al artista Aimé Millet y que se inaugurara en la plaza el 1° de octubre de 1882.
Aunque el 20 de enero de 1871 se habían colocado en el amplio solar, que abarcaba 10.276 metros cuadrados, 8 faroles de gas, ello no fue suficiente y así resultó necesario un aumento del alumbrado público, al que hace referencia "La Nación" el martes 20 de abril de 1886, al destacar que "desde la noche del domingo último se ha hecho el servicio de alumbrado en la plaza de la Libertad, que carecía de él, y se han vuelto a poner en uso 48 faroles diseminados en distintos puntos de la ciudad, que fueron suprimidos en 1877".
En relación con el agua, otro suministro básico, sabemos que en 1870 la Municipalidad de Buenos Aires había prohibido "tomar el agua directamente del río, anunciando a los aguateros la instalación de surtidores públicos. Por disposición del `Establecimiento de aguas filtradas' se ubicaron surtidores en la Plaza de Mayo, Paseo de julio, Plaza del Retiro, Plaza de la Libertad, del Parque, de Lorea, de Monserrat y de Constitución". (5)
En cuanto al estacionamiento de carruajes, leemos en "La Nación" del 24 de abril de 1888, que "en contestación de una nota del presidente del Concejo Deliberante haciendo observaciones acerca de la falta de cumplimiento de la ordenanza relativa al estacionamiento de carruajes en las plazas públicas, el Intendente le ha dirigido una comunicación en la que consigna las dificultades que en la práctica ofrece la referida ordenanza y manifiesta la conveniencia de reformarla. En ese sentido indica que se establezcan cuatro categorías para el estacionamiento de carruages", según la cantidad autorizada en cada sitio de la ciudad. A la plaza Libertad le correspondió la 3a. categoría, con 20 carruajes, con un impuesto de $ 15.
Siete años antes del movimiento revolucionario de 1890, a fines de octubre de 1883, "el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Federico Aneiros consagró uno de los nuevos lugares de culto surgidos, casi apresuradamente, como respuesta al avasallador crecimiento demográfico que por entonces conocía nuestra ciudad. Era una muy humilde capilla colocada bajo la advocación de Nuestra Señora de las Victorias, adjunto al asilo y colegio sito, ya en esa época, en Paraguay entre Libertad y Talcahuano.
"En un principio, la capilla no fue sino un oratorio privado. Cuando monseñor Aneiros la liberó al uso público, simultáneamente la entregó a la custodia de los padres Redentoristas, quienes ese mismo día ‑e125 de octubre de 1883‑ habían llegado a la Argentina". (6)
Arribamos así al crucial año de 1890. Meses antes del estallido revolucionario se presiente en la ciudad que el imaginario olor a pólvora pronto se convertiría en una dolorosa realidad.
En la madrugada del 26 de julio, los complotados salen de sus cuarteles y avanzan disciplinadamente hacia su punto de reunión, el viejo Parque de Artillería, en uno de los bordes de la plaza Lavalle, donde ahora se levanta el palacio de los Tribunales. La maniobra sincronizada había tenido pleno éxito, mientras que la ciudad dormida, al igual que sus autoridades, quedaba a merced de los insurrectos, que la hubieran podido tomar en pocas horas.
Queda dicho que "la concentración se había realizado sin inconvenientes cuando los primeros haces de luz empezaron a asomar en el firmamento. Reinaba un gran entusiasmo entre los conjurados. Pero no menos grande fue el desorden, provocado en buena medida por los civiles, que sumaban alrededor de 300 almas. En cuanto al número de efectivos militares, se estimó que no llegaban a mil los hombres embarcados en la empresa revolucionaria.
"Los batallones formaron alrededor de la plaza y se oyeron dianas que precedieron a la ejecución del Himno Nacional. El bullicio y las explosiones de júbilo de los civiles despertaron a los vecinos del barrio. Después la tropa churrasqueó y el mate cocido les sirvió como un poncho para combatir el frío". (7)
Si bien la plaza había sido artillada con toda prolijidad, la inacción de los efectivos de la Unión Cívica era por demás desconcertante. ¿Esperaba, acaso, el Gral. Manuel Jorge Campos, jefe militar del alzamiento, que la sola presencia de las tropas en pie de guerra, forzaría sin lucha, la caída del gobierno del Dr. Miguel Juárez Celman, que era el objeto buscado? La respuesta a este verdadero enigma, resulta riesgosa.
La situación llegó a tal extremo, que en determinado momento había en la plaza Lavalle más curiosos que civiles enrolados en el movimiento subversivo. Eso se pudo comprobar por el desbande que se produjo, cuando poco después de las 9 de la mañana, sonaron los primeros tiros.
Apenas enteradas de las novedades, las autoridades militares que respaldaban al orden constituido tomaron las providencias necesarias para sofocar el movimiento. Así, el ministro de Guerra, general Nicolás Levalle, el jefe de Policía, coronel Capdevila y el jefe del Estado Mayor, general Donato Alvarez, organizaron rápidamente sus efectivos y concentraron, por sus partes, sus fuerzas en el Retiro.
De poco le valió entonces a la junta Revolucionaria la intimación que les dirigió a los batallones no adheridos a la insurrección para que se pusieran a disposición de la causa revolucionaria en un plazo de dos horas. A1 no haber tomado la iniciativa militar en la madrugada de ese 26 de julio, los rebeldes ya no podían actuar por sorpresa y no les quedaba otra salida que enfrentarse en lucha abierta con las tropas leales a las autoridades constitucionales.
Sin perder un minuto, el general Levalle alistó su tropa y, con alrededor de 800 hombres, avanzó hasta Av. Santa Fe y Cerrito, y desde allí rumbo a la Plaza Libertad, donde instalaría su cuartel general.
Las primeras descargas revolucionarias partieron, después de las 9 de la mañana, de la esquina de Corrientes y Paraná, y fueron dirigidas contra un grupo de vigilantes. Otra partida de servidores del orden público fue atacada desde otro cantón situado en la calle Viamonte. Estos tiroteos fueron jubilosamente festejados en el Parque, pues se los consideraba como preludio de una fácil victoria final.
Las puertas de las casas vecinas empezaron a cerrarse y las calles quedaron prontamente desiertas, y si bien en un primer instante las fuerzas rebeldes hacían estragos en las filas contrarias y los cadáveres de hombres y de caballos sembraron las arterias adyacentes a las posiciones de fuego, aumentando la confusión y el desconcierto en las fuerzas oficialistas. Esa ventaja inicial no se mantendría con el avance de los acontecimientos.
Dirijamos ahora nuestra mirada a lo que ocurría en la Plaza Libertad, el escenario de este trabajo.
La concentración de los efectivos al mando del ministro Levalle no fue por cierto nada fácil, en medio de esa verdadera lluvia de proyectiles que partía del Parque de Artillería y de los cantones apostados por los insurrectos.
Las bajas fueron ingentes: más de 80 hombres de cada una de las unidades 2°, 4° y 11° de Caballería; el batallón de Artillería de Costas, recién arribado, pierde 77 soldados en un corto lapso.
A Levalle y a sus cinco ayudantes los mataron los caballos, y la tropa, como lo señala Balestra, ya porque viniera impresionada, porque no veía al enemigo, o porque creyó muerto al jefe, se dispersó en dos brazos. Una parte corrió a resguardarse en la plaza, donde muchos soldados se escondieron entre los andamios del teatro Coliseo, entonces en construcción...
"Si los revolucionarios hubiesen aprovechado esta circunstancia de total desorientación e inclusive indisciplina militar de los efectivos leales, avanzando sobre el reducto gubernista, la batalla habría terminado casi de inmediato con un triunfo total de los sublevados.
"Pero no lo hicieron y ello le permitió al general Levalle, ya librado de la caída de su caballo, correr a pie detrás de la tropa que huía hacia la plaza, sacar su revólver y disparar contra los primeros soldados que lo desobedecen por obedecer al pánico. Así, exhortando a unos y amenazando a otros y hasta sacando de entre los andamios del Coliseo con su espada a empellones a los más reacios a seguir combatiendo, pudo hacer formar finalmente una línea de soldados vacilantes, en medio del zumbido de las balas que partían de los cantones adversarios". (8)
A1 grito de "subordinación y valor", Levalle había hecho avanzar a sus veteranos con las banderas desplegadas y presentando las armas, mientras les hacía cantar las estrofas del Himno Nacional. De inmediato el ánimo y el coraje volvieron a ponerse de manifiesto en esos hombres acostumbrados a batirse a vida o muerte en tantos combates.
Después de las diez de la mañana, la ciudad parecía una brasa ardiente, con balas que silbaban por doquier.
Minutos después de las once llegaba a la Plaza Libertad el vicepresidente doctor Carlos Pellegrini, "montado en un petiso bayo, tan bajo que las piernas de su jinete casi tocaban el suelo". Refiere Ezequiel Ramos Mexía que el "Gringo" fue derribado a poco andar por la rodada de tan pintoresco equino, enredado por los hilos telefónicos que habían sido cortados por los revolucionarios.
Se dice que cuando el Vicepresidente intentó trasladarse al campo de batalla, no encontró para concretar su propósito ningún medio de movilidad. Ante la disyuntiva de quedarse en el cuartel del Retiro o dirigirse a pie al lugar donde se habían concentrado los efectivos leales, no dudó un instante y a grandes zancadas empezó a recorrer el largo tramo que lo separaba de la Plaza Libertad, cuando se le cruzó en el camino un lechero a caballo que, presuroso, intentaba abandonar la ciudad ante el cariz que tomaban los acontecimientos. Pellegrini, ni lerdo ni perezoso, lo habría hecho apear, para montar de inmediato y de un salto su cabalgadura y llegar de esa manera a la plaza, como una especia de 'Don Quijote porteño' montado en el nada brioso ni veloz 'jamelgo' del lechero...
"La presencia del Dr. Carlos Pellegrini en la plaza presidida por la estatua de Adolfo Alsina, no fue por cierto simbólica. Estaba allí, con su experiencia en esas lides, para asumir la defensa del orden constituido y tomar todas las providencias en ese sentido. Pero también estaba allí para combatir contra los revolucionarios y dar otra muestra de esa innegable vocación militar que lo caracterizaba". (9)
El ministro Levalle se adelantó a recibir al vicepresidente, quien de inmediato inspeccionó el cuartel general de las fuerzas gubernistas, indicando que se montara un hospital de sangre en la capilla de Las Victorias. Y después instaló su despacho en la casa de Jose Luis Amadeo, que se convirtió asimismo en hospital de sangre. Dicha finca estaba situada en Paraguay 1178, justo frente a la plaza.
El hijo del propietario de la casa, don Raúl Amadeo, nacido en 1876, recordaba todavía en el año 1968 los hechos salientes que se vivieron durante esas sangrientas jornadas: "Mi padre, mi madre y yo estábamos en el balcón, 'balconeándolo' todo... De improviso vimos avanzar al frente de su tropa al general Levalle, ministro de Guerra de Juárez Celman, entonces presidente de la República. Venía herido en un pie. Mi padre saltó del balcón y le dijo: 'Mi general, mi casa es suya para usted y su tropa'. Levalle entró y desde ese momento nuestra casa fue el Cuartel General y Hospital de Sangre". (10)
En esa entrevista, el Sr. Amadeo se refirió también a su madre, que atendía personalmente a los heridos que eran llevados a su residencia, tarea humanitaria por la que luego recibiría una plaqueta de oro.
Pero volvamos otra vez al frente de lucha. Pasaban las horas de ese 26 de julio de 1890, mientras el intenso fuego que partía de los cantones revolucionarios, contestado por las fuerzas leales, iba arreciando cada vez más. Prueba de ello es que, al anochecer, el pedestal de la estatua de Adolfo Alsina se iba cubriendo de un número creciente de cadáveres, al tiempo que flameaban las llamas rojizas de los vivaques que se habían improvisado en cercanías del monumento del caudillo autonomista.
"Ante las ingentes pérdidas sufridas frente a la imposibilidad de llevar un ataque frontal, el coronel Garmendia había concebido un plan para vencer a los rebeldes en su propio reducto. Como no se podía avanzar por las calles, fuertemente artilladas por los insurrectos que habrían diezmado a las tropas leales, Garmendia inició una perforación a través de las casas situadas en las dos manzanas, desde Paraguay hasta Viamonte, para desembocar así directa y sorpresivamente en la Plaza Lavalle y tomar de flanco a los cantones revolucionarios de la calle Libertad". (11)
Cuando declinaba la tarde y empezaba a caer la noche, la oscuridad impidió continuar la batalla, que se reanudó a la mañana siguiente.
En momentos en que la lucha recrudecía y nada hacía suponer su abrupta y súbita interrupción, el toque de "alto el fuego" fue el preludio de un armisticio solicitado por los insurrectos con el aparente objetivo de enterrar a los muertos y curar a los heridos. La causa principal de esa determinación fue en realidad otra: se les estaban agotando las municiones a los revolucionarios y si durante esa tregua no conseguían reaprovisionarse, les quedaban únicamente los proyectiles necesarios para dos horas de combate.
El armisticio se fijó inicialmente por un lapso de 24 horas. La interrupción de las hostilidades benefició directamente a las fuerzas leales, que recibían permanentemente refuerzos provenientes del interior.
En el interín comenzaron las negociaciones de una rendición honorable para los rebeldes, que finalmente se concretó, tras sucesivas prolongaciones del plazo de la tregua, el martes 29 de julio.
Se cerraba así el conflictivo proceso revolucionario, cuyo fracaso militar, lejos de fortalecer al presidente Juárez Celman, había debilitado de tal forma el futuro de su gestión, que poco más tarde tuvo que renunciar a su cargo, víctima de una intriga palaciega o golpe de Estado.
Notas
1. HERZ, Enrique Germán, "Historia de la Plaza Lavalle", Cuadernos de Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1978, pág. 8.
2. LLANES, Ricardo M., "Antiguas plazas de Buenos Aires", Cuadernos de Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1977, pág. 19.
3. HANON, Marine, "Había una vez una plaza... Fernando VII. Orígenes de la Plaza Libertad", en Historias de la Ciudad. Una revista de Buenos Aires, N° 1, septiembre de 1999, pág. 12.
4. LLANES, Ricardo M., op. cit., pág., 19.
5. OBERTI, "La ciudad frente al río", en "La Prensa", 2 de mayo de 1971.
6. "Hace un siglo fue consagrada la iglesia de Las Victorias", en "LaNación", jueves 27 de octubre de 1983.
7. HERZ, Enrique Germán, op. cit., pág. 79. "En vista de los frecuentes crímenes que se cometen en la plaza Libertad, el comisario Seguí resuelve poner un vigilante hasta las 10 de la noche en el lugar, con el fin de garantizar la vida de los transeúntes. A esa hora será relevado por un sereno".
El solar motivo del presente trabajo ocupó frecuentemente las columnas periodísticas, antes de los sucesos de fines de julio de 1890, que evocaremos después.
Así, durante el Carnaval de 1885, en una de sus noches avanzaba por la calle Paraguay, haciendo música, un grupo de amigos que a nadie molestaba con su sana alegría, cuando al llegar a la esquina de Libertad, desde un bazar emplazado allí, arrojaron sobre los pacíficos y desprevenidos músicos todo un torrente de agua, dejándolos en el estado que es dable imaginar. Ante semejante agresión, no tardaron en reaccionar los integrantes de ese improvisado grupo filarmónico que, indignados, comenzaron a arrojar piedras y cascotes sobre las existencias del negocio, causando los destrozos que son de suponer.
Agregaba la crónica sirvió de escarmiento a que no se sabía si esto los "malentretenidos" que tan caro pagaron la mojadura de los músicos, pero suponemos que así habrá sido.
Si seguimos haciendo una recorrida por las páginas de "La Nación", comprobaremos a través de lo que leemos en la edición del 30 de septiembre de 1881, que ya se encontraba en Buenos Aires la estatua del doctor Adolfo Alsina, que se había encargado en Europa al artista Aimé Millet y que se inaugurara en la plaza el 1° de octubre de 1882.
Aunque el 20 de enero de 1871 se habían colocado en el amplio solar, que abarcaba 10.276 metros cuadrados, 8 faroles de gas, ello no fue suficiente y así resultó necesario un aumento del alumbrado público, al que hace referencia "La Nación" el martes 20 de abril de 1886, al destacar que "desde la noche del domingo último se ha hecho el servicio de alumbrado en la plaza de la Libertad, que carecía de él, y se han vuelto a poner en uso 48 faroles diseminados en distintos puntos de la ciudad, que fueron suprimidos en 1877".
En relación con el agua, otro suministro básico, sabemos que en 1870 la Municipalidad de Buenos Aires había prohibido "tomar el agua directamente del río, anunciando a los aguateros la instalación de surtidores públicos. Por disposición del `Establecimiento de aguas filtradas' se ubicaron surtidores en la Plaza de Mayo, Paseo de julio, Plaza del Retiro, Plaza de la Libertad, del Parque, de Lorea, de Monserrat y de Constitución". (5)
En cuanto al estacionamiento de carruajes, leemos en "La Nación" del 24 de abril de 1888, que "en contestación de una nota del presidente del Concejo Deliberante haciendo observaciones acerca de la falta de cumplimiento de la ordenanza relativa al estacionamiento de carruajes en las plazas públicas, el Intendente le ha dirigido una comunicación en la que consigna las dificultades que en la práctica ofrece la referida ordenanza y manifiesta la conveniencia de reformarla. En ese sentido indica que se establezcan cuatro categorías para el estacionamiento de carruages", según la cantidad autorizada en cada sitio de la ciudad. A la plaza Libertad le correspondió la 3a. categoría, con 20 carruajes, con un impuesto de $ 15.
Siete años antes del movimiento revolucionario de 1890, a fines de octubre de 1883, "el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Federico Aneiros consagró uno de los nuevos lugares de culto surgidos, casi apresuradamente, como respuesta al avasallador crecimiento demográfico que por entonces conocía nuestra ciudad. Era una muy humilde capilla colocada bajo la advocación de Nuestra Señora de las Victorias, adjunto al asilo y colegio sito, ya en esa época, en Paraguay entre Libertad y Talcahuano.
"En un principio, la capilla no fue sino un oratorio privado. Cuando monseñor Aneiros la liberó al uso público, simultáneamente la entregó a la custodia de los padres Redentoristas, quienes ese mismo día ‑e125 de octubre de 1883‑ habían llegado a la Argentina". (6)
Arribamos así al crucial año de 1890. Meses antes del estallido revolucionario se presiente en la ciudad que el imaginario olor a pólvora pronto se convertiría en una dolorosa realidad.
En la madrugada del 26 de julio, los complotados salen de sus cuarteles y avanzan disciplinadamente hacia su punto de reunión, el viejo Parque de Artillería, en uno de los bordes de la plaza Lavalle, donde ahora se levanta el palacio de los Tribunales. La maniobra sincronizada había tenido pleno éxito, mientras que la ciudad dormida, al igual que sus autoridades, quedaba a merced de los insurrectos, que la hubieran podido tomar en pocas horas.
Queda dicho que "la concentración se había realizado sin inconvenientes cuando los primeros haces de luz empezaron a asomar en el firmamento. Reinaba un gran entusiasmo entre los conjurados. Pero no menos grande fue el desorden, provocado en buena medida por los civiles, que sumaban alrededor de 300 almas. En cuanto al número de efectivos militares, se estimó que no llegaban a mil los hombres embarcados en la empresa revolucionaria.
"Los batallones formaron alrededor de la plaza y se oyeron dianas que precedieron a la ejecución del Himno Nacional. El bullicio y las explosiones de júbilo de los civiles despertaron a los vecinos del barrio. Después la tropa churrasqueó y el mate cocido les sirvió como un poncho para combatir el frío". (7)
Si bien la plaza había sido artillada con toda prolijidad, la inacción de los efectivos de la Unión Cívica era por demás desconcertante. ¿Esperaba, acaso, el Gral. Manuel Jorge Campos, jefe militar del alzamiento, que la sola presencia de las tropas en pie de guerra, forzaría sin lucha, la caída del gobierno del Dr. Miguel Juárez Celman, que era el objeto buscado? La respuesta a este verdadero enigma, resulta riesgosa.
La situación llegó a tal extremo, que en determinado momento había en la plaza Lavalle más curiosos que civiles enrolados en el movimiento subversivo. Eso se pudo comprobar por el desbande que se produjo, cuando poco después de las 9 de la mañana, sonaron los primeros tiros.
Apenas enteradas de las novedades, las autoridades militares que respaldaban al orden constituido tomaron las providencias necesarias para sofocar el movimiento. Así, el ministro de Guerra, general Nicolás Levalle, el jefe de Policía, coronel Capdevila y el jefe del Estado Mayor, general Donato Alvarez, organizaron rápidamente sus efectivos y concentraron, por sus partes, sus fuerzas en el Retiro.
De poco le valió entonces a la junta Revolucionaria la intimación que les dirigió a los batallones no adheridos a la insurrección para que se pusieran a disposición de la causa revolucionaria en un plazo de dos horas. A1 no haber tomado la iniciativa militar en la madrugada de ese 26 de julio, los rebeldes ya no podían actuar por sorpresa y no les quedaba otra salida que enfrentarse en lucha abierta con las tropas leales a las autoridades constitucionales.
Sin perder un minuto, el general Levalle alistó su tropa y, con alrededor de 800 hombres, avanzó hasta Av. Santa Fe y Cerrito, y desde allí rumbo a la Plaza Libertad, donde instalaría su cuartel general.
Las primeras descargas revolucionarias partieron, después de las 9 de la mañana, de la esquina de Corrientes y Paraná, y fueron dirigidas contra un grupo de vigilantes. Otra partida de servidores del orden público fue atacada desde otro cantón situado en la calle Viamonte. Estos tiroteos fueron jubilosamente festejados en el Parque, pues se los consideraba como preludio de una fácil victoria final.
Las puertas de las casas vecinas empezaron a cerrarse y las calles quedaron prontamente desiertas, y si bien en un primer instante las fuerzas rebeldes hacían estragos en las filas contrarias y los cadáveres de hombres y de caballos sembraron las arterias adyacentes a las posiciones de fuego, aumentando la confusión y el desconcierto en las fuerzas oficialistas. Esa ventaja inicial no se mantendría con el avance de los acontecimientos.
Dirijamos ahora nuestra mirada a lo que ocurría en la Plaza Libertad, el escenario de este trabajo.
La concentración de los efectivos al mando del ministro Levalle no fue por cierto nada fácil, en medio de esa verdadera lluvia de proyectiles que partía del Parque de Artillería y de los cantones apostados por los insurrectos.
Las bajas fueron ingentes: más de 80 hombres de cada una de las unidades 2°, 4° y 11° de Caballería; el batallón de Artillería de Costas, recién arribado, pierde 77 soldados en un corto lapso.
A Levalle y a sus cinco ayudantes los mataron los caballos, y la tropa, como lo señala Balestra, ya porque viniera impresionada, porque no veía al enemigo, o porque creyó muerto al jefe, se dispersó en dos brazos. Una parte corrió a resguardarse en la plaza, donde muchos soldados se escondieron entre los andamios del teatro Coliseo, entonces en construcción...
"Si los revolucionarios hubiesen aprovechado esta circunstancia de total desorientación e inclusive indisciplina militar de los efectivos leales, avanzando sobre el reducto gubernista, la batalla habría terminado casi de inmediato con un triunfo total de los sublevados.
"Pero no lo hicieron y ello le permitió al general Levalle, ya librado de la caída de su caballo, correr a pie detrás de la tropa que huía hacia la plaza, sacar su revólver y disparar contra los primeros soldados que lo desobedecen por obedecer al pánico. Así, exhortando a unos y amenazando a otros y hasta sacando de entre los andamios del Coliseo con su espada a empellones a los más reacios a seguir combatiendo, pudo hacer formar finalmente una línea de soldados vacilantes, en medio del zumbido de las balas que partían de los cantones adversarios". (8)
A1 grito de "subordinación y valor", Levalle había hecho avanzar a sus veteranos con las banderas desplegadas y presentando las armas, mientras les hacía cantar las estrofas del Himno Nacional. De inmediato el ánimo y el coraje volvieron a ponerse de manifiesto en esos hombres acostumbrados a batirse a vida o muerte en tantos combates.
Después de las diez de la mañana, la ciudad parecía una brasa ardiente, con balas que silbaban por doquier.
Minutos después de las once llegaba a la Plaza Libertad el vicepresidente doctor Carlos Pellegrini, "montado en un petiso bayo, tan bajo que las piernas de su jinete casi tocaban el suelo". Refiere Ezequiel Ramos Mexía que el "Gringo" fue derribado a poco andar por la rodada de tan pintoresco equino, enredado por los hilos telefónicos que habían sido cortados por los revolucionarios.
Se dice que cuando el Vicepresidente intentó trasladarse al campo de batalla, no encontró para concretar su propósito ningún medio de movilidad. Ante la disyuntiva de quedarse en el cuartel del Retiro o dirigirse a pie al lugar donde se habían concentrado los efectivos leales, no dudó un instante y a grandes zancadas empezó a recorrer el largo tramo que lo separaba de la Plaza Libertad, cuando se le cruzó en el camino un lechero a caballo que, presuroso, intentaba abandonar la ciudad ante el cariz que tomaban los acontecimientos. Pellegrini, ni lerdo ni perezoso, lo habría hecho apear, para montar de inmediato y de un salto su cabalgadura y llegar de esa manera a la plaza, como una especia de 'Don Quijote porteño' montado en el nada brioso ni veloz 'jamelgo' del lechero...
"La presencia del Dr. Carlos Pellegrini en la plaza presidida por la estatua de Adolfo Alsina, no fue por cierto simbólica. Estaba allí, con su experiencia en esas lides, para asumir la defensa del orden constituido y tomar todas las providencias en ese sentido. Pero también estaba allí para combatir contra los revolucionarios y dar otra muestra de esa innegable vocación militar que lo caracterizaba". (9)
El ministro Levalle se adelantó a recibir al vicepresidente, quien de inmediato inspeccionó el cuartel general de las fuerzas gubernistas, indicando que se montara un hospital de sangre en la capilla de Las Victorias. Y después instaló su despacho en la casa de Jose Luis Amadeo, que se convirtió asimismo en hospital de sangre. Dicha finca estaba situada en Paraguay 1178, justo frente a la plaza.
El hijo del propietario de la casa, don Raúl Amadeo, nacido en 1876, recordaba todavía en el año 1968 los hechos salientes que se vivieron durante esas sangrientas jornadas: "Mi padre, mi madre y yo estábamos en el balcón, 'balconeándolo' todo... De improviso vimos avanzar al frente de su tropa al general Levalle, ministro de Guerra de Juárez Celman, entonces presidente de la República. Venía herido en un pie. Mi padre saltó del balcón y le dijo: 'Mi general, mi casa es suya para usted y su tropa'. Levalle entró y desde ese momento nuestra casa fue el Cuartel General y Hospital de Sangre". (10)
En esa entrevista, el Sr. Amadeo se refirió también a su madre, que atendía personalmente a los heridos que eran llevados a su residencia, tarea humanitaria por la que luego recibiría una plaqueta de oro.
Pero volvamos otra vez al frente de lucha. Pasaban las horas de ese 26 de julio de 1890, mientras el intenso fuego que partía de los cantones revolucionarios, contestado por las fuerzas leales, iba arreciando cada vez más. Prueba de ello es que, al anochecer, el pedestal de la estatua de Adolfo Alsina se iba cubriendo de un número creciente de cadáveres, al tiempo que flameaban las llamas rojizas de los vivaques que se habían improvisado en cercanías del monumento del caudillo autonomista.
"Ante las ingentes pérdidas sufridas frente a la imposibilidad de llevar un ataque frontal, el coronel Garmendia había concebido un plan para vencer a los rebeldes en su propio reducto. Como no se podía avanzar por las calles, fuertemente artilladas por los insurrectos que habrían diezmado a las tropas leales, Garmendia inició una perforación a través de las casas situadas en las dos manzanas, desde Paraguay hasta Viamonte, para desembocar así directa y sorpresivamente en la Plaza Lavalle y tomar de flanco a los cantones revolucionarios de la calle Libertad". (11)
Cuando declinaba la tarde y empezaba a caer la noche, la oscuridad impidió continuar la batalla, que se reanudó a la mañana siguiente.
En momentos en que la lucha recrudecía y nada hacía suponer su abrupta y súbita interrupción, el toque de "alto el fuego" fue el preludio de un armisticio solicitado por los insurrectos con el aparente objetivo de enterrar a los muertos y curar a los heridos. La causa principal de esa determinación fue en realidad otra: se les estaban agotando las municiones a los revolucionarios y si durante esa tregua no conseguían reaprovisionarse, les quedaban únicamente los proyectiles necesarios para dos horas de combate.
El armisticio se fijó inicialmente por un lapso de 24 horas. La interrupción de las hostilidades benefició directamente a las fuerzas leales, que recibían permanentemente refuerzos provenientes del interior.
En el interín comenzaron las negociaciones de una rendición honorable para los rebeldes, que finalmente se concretó, tras sucesivas prolongaciones del plazo de la tregua, el martes 29 de julio.
Se cerraba así el conflictivo proceso revolucionario, cuyo fracaso militar, lejos de fortalecer al presidente Juárez Celman, había debilitado de tal forma el futuro de su gestión, que poco más tarde tuvo que renunciar a su cargo, víctima de una intriga palaciega o golpe de Estado.
Notas
1. HERZ, Enrique Germán, "Historia de la Plaza Lavalle", Cuadernos de Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1978, pág. 8.
2. LLANES, Ricardo M., "Antiguas plazas de Buenos Aires", Cuadernos de Buenos Aires, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1977, pág. 19.
3. HANON, Marine, "Había una vez una plaza... Fernando VII. Orígenes de la Plaza Libertad", en Historias de la Ciudad. Una revista de Buenos Aires, N° 1, septiembre de 1999, pág. 12.
4. LLANES, Ricardo M., op. cit., pág., 19.
5. OBERTI, "La ciudad frente al río", en "La Prensa", 2 de mayo de 1971.
6. "Hace un siglo fue consagrada la iglesia de Las Victorias", en "LaNación", jueves 27 de octubre de 1983.
8. HERZ, Enrique Germán, "La Revolución del 90", Emecé Editores, Buenos Aires, 1991, págs. 219‑220.
9. HERZ, Enrique Germán, "Pellegrini, ayer y hoy", Editorial Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría, Buenos Aires, 1996, págs. 298‑299.
10. DREI, Silvia, "La otra cara de la longevidad. La sonrisa que cumplió 92 años", nota en "Clarín", 14 de abril de 1968
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